Actividades / PALABRAS para la recepción de los premios »EBRU»

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Por  Justo Jorge Padrón

Hay palabras mágicas, transparentes como la alegría, blancas como cisnes que se deslizan en las aguas cristalinas de la existencia. Una de ellas es la palabra, gracias. Hoy la pronuncio con emoción y respeto ante este premio que me otorga Turquía. Gracias en primer lugar al pueblo otomano y a sus representantes en España, a su Embajada en Madrid y a la Casa Turca. Ambas instituciones gestionan en nuestro país numerosas actividades en pro de las relaciones entre nuestros respectivos países, así como los vínculos amistosos que crean en la cultura, el arte, la literatura, la ciencia, la comunicación, el diálogo y el conocimiento profundo de los hombres y de su labor civilizadora por un mundo de paz y de concordia.

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La Casa Turca cuenta con un inteligente y activo gestor que propicia con encendido afán y diligencia la comunicación entre ambas culturas. Este sensible paladín se llama Fetih, que posee, como diría nuestro gran poeta, Vicente Aleixandre, la puntualidad del corazón, al llegar al instante oportuno donde se realiza cualquier actividad de la fraternidad y el fervor humano. Pongo en él más que la situación de la esperanza, destacando su vigilia atenta y laboriosa que surge constelada por una alta bandada de astros y, como tiene la edad del alba, va como el amanecer cumpliendo los objetivos que otros sólo tendrían en los sueños.

Visité hace algo más de dos meses Estambul. No conocía hasta entonces esa ciudad maravillosa. Fue en la ocasión memorable de recibir, por el conjunto de mi obra poética, el Premio Internacional de Poesía que otorgaba por vez primera la ciudad de Estambul. La fabulosa realidad de aquella urbe me proporcionó un resplandeciente ejército de metáforas. Cada expresión lumínica de su paisaje me entregó su gota de rocío, su cuerpo de bailarina, su presencia de arcángel, su grácil aparición entre lo inusitado. Su imagen  fue la de una esfinge destellando entre mi propio asombro en ese instante único en que se convierte el fulgor en milagro. Ciudad legendaria, cuna de civilizaciones, cuya arquitectura parece como un sueño de la infancia, esa simbiosis inimaginable entre las cúpulas de los minaretes y el arco de sus refinadas bóvedas, intercambiando un espacio con los numerosos rascacielos de cristales azules para albergar entre largos puentes que vuelan para unir Asia y Europa a una población de veinte millones de personas.

Admiré y me dejé seducir por la gastronomía turca, suculentos banquetes con especias antiguas que ofrecían la ensoñada fragancia del placer. Traían los sirvientes extensas bandejas colmadas de escudillas con carnes muy variadas de vaca y de capón, de pavo y de gallina y de pájaros exóticos con prodigiosas salsas. También con los arroces de colores diversos. Pero lo más exuberante eran los postres tan ebrios y translúcidos. Llegaban azafates incesantes, la emanación golosa de la luz del almíbar. Era la cultura milenaria del baclava, soñándome desde un Oriente extático de cítaras, divanes y sedas y voluptuosas danzas. Giraban en mi lengua los tañidos celestes del azúcar encantado, el verdoso pistacho cubriendo en su polvo de oro los ilusorios tapices del hojaldre, la densa entidad de la canela que desplegaba sus velos opacos, la miel resbalando como anhelante bajel sonoro, embrujado de arpegios, cruzando el Bósforo, a un lado el Mar Mármara, al otro el Mar Negro, separando Asia de Europa para hallar el corazón encendido de Estambul.

Ciudad maravillosa donde las estrellas vuelan felices por la noche de los mil sentidos, abiertos de un lúbrico universo, dándole certidumbre al gozo de soñar. Siento por esta tierra un verdadero amor carnal con los altibajos de la pasión: quemadura, embeleso, lenta fascinación y misterio como si fuera parte del enigma de la existencia y del Edén  en la Tierra. Nada de lo que allí ocurre me deja indiferente. Me perturban sus dolores y comparto con alborozo cada una de sus victorias.

Otra de las personalidades galardonadas en este evento es mi cálido y fraternal amigo Federico Mayor Zaragoza, a quien conozco desde hace más de treinta y dos años y al que siempre me ha unido el desmesurado amor por la poesía, la paz y la construcción de la solidaridad humana. Hoy por la mañana me telefoneó para excusar su ausencia y para que recogiera su premio. Desde hace unos días le afecta una dura lumbalgia que lo tiene inmovilizado. Me solicitó que levante su presencia en este acto en el que le hubiera gustado participar. Por eso delegó en mí la recogida del galardón que le ha correspondido por su implicación y compromiso en el diálogo que favorece la paz y la concordia internacional entre los pueblos, y me pidió que lea en su nombre dos poemas suyos: la composición que estima más de su obra, la titulada ”Llegará el día”, perteneciente al libro “Terral”, en la que late la inolvidable pregunta de nuestra fugaz transitoriedad y la reivindicación que hace de nuestras alas invisibles, situadas en el centro de nuestra propia vida, alas de aire y viento, tenaces, humanas, salvadoras, que significan el descubrimiento de un espíritu que se conoce a sí mismo y se afronta con el rigor de una pasión lúcida, y luego el destacado poema “Debo lañar”, que pertenece a su libro “Aguafuertes” y que me lo dedicó en el viaje que hicimos juntos a Moscú, cuando nos invitó Mihail Gorbachov para representar a España en el Congreso por la Paz Mundial en 1987. Después de este congreso sería votado por la mayoría de países del Este europeo y de los hispanoamericanos, como Director General de la UNESCO, cuyo mandato ejemplar aún se recuerda por su omnipresente trabajo y su dedicación intensa en todos los países del planeta.

Federico Mayor Zaragoza, a quien tanto admiro, no ha sido para mí solamente una lectura sino una experiencia viva con toda la rumorosa  materia de la existencia. No hay acontecimientos de su tiempo en el que no esté implicado y que no lleve su fuego activo. No hay nada que escape a su ortodoxia y a su heterodoxia en movimiento cuando ésta hace falta en su búsqueda de la verdad. Federico saca de lo limitado humano toda su perspectiva enjundiosa. Él proviene de una oscura y agorera interrogación con un lenguaje popular impregnado de su saber político y de su sabiduría doctrinaria. Con la consistencia de su bravura, él ha levantado diálogos y látigos contra la corrupción de los tiranos y politicastros y con la intensidad de su verdad denuncia la lacra de sus contemporáneos y les recuerda sus deberes esenciales.

Con tenaz y poderosa mano, Federico lanza, hacia el abismo del cielo, fragmentos de una procelosa existencia en donde surgen cincelados sus impulsos más libres entre el ansia y la acción, lanzando la estrella de su soplo poético, como un hondero entusiasta, hacia la totalidad del ser y hacia la permanencia del hombre de hoy y del futuro. Orfebre de una sabiduría conceptual, busca el camino de la plenitud y de su propio destino en la palabra. Su poesía, extrañamente transparente, es desnuda como la luz que ilumina la profunda realidad. Él es un configurador de la furia en búsqueda del honor, de la paz y la solidaridad con todo lo existente. Un luchador que se enfrenta a la vida mal hecha de su tiempo. Y por decirlo con metáfora nocturna, un velero incendiado que atraviesa la ola de la noche con su vidente magia, llenando de rostros justicieros todas las ventanas del mar. La acción es vida o muerte y sobre todo resurrección, pues todo naufraga y renace en el fluyente río de la vida con la luz del universo hecho de oposiciones, encuentros y correspondencias.

Él ha sabido que los poetas no son solamente los jilgueros que nos alegran la vida, son también los elegidos que cristalizan los dolores más profundos de la humanidad, los que luchan siempre entre lo ideal y lo real, entre el ángel y la bestia que existe en nosotros como sismógrafos que recogen hasta las más tenues vibraciones de nuestro espíritu y reclaman un mundo más bello, más puro que el que tenemos y hacemos. Para eso se necesita un don especial que no se adquiere ni se aprende. Hay que nacer poeta para serlo. No basta con enhebrar palabras por justas y bellas que sean, pues deben salir inyectadas por un soplo especial, un soplo redentor que las justifique.

Eso observo en la comprensión y afecto que nos da su poesía de autentico creador. Definitivamente, considero que la poesía es un primer impacto que ha de ser continuado por una extensa revelación, por la conciencia de un significado, que es a la vez más claro y más misterioso en cada lectura y nunca se repite idéntico. Por eso su riesgo es grande, la paga poca y su gloria incierta. En suma, una larga partida, una suerte de hipnosis luminosa, un reino de la mirada y la intuición, cuya coherencia no es la de la lógica sino la del espíritu que busca su unión con el enigma de lo eterno en el instante de la videncia, lo que confirma que los poetas que confían en el delirio son los más lucidos. Todo un riesgo insensato al que se han dedicado algunos espíritus solitarios, entre los más altos y ricos en dones que hayan visto los ojos humanos.

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